17 de septiembre de 2010

Es necesario repensar nuestras instituciones



Imaginemos cuál sería la situación del subcontinente si nuestras economías hubieran quedado atadas a las economías centrales a través del ALCA, en lugar de habernos negado a su constitución.
  Las instituciones políticas, y entre ellas los parlamentos de América Latina, afrontan un gran desafío en el actual contexto internacional, que presenta más actores decisivos que lo que suponía la unipolaridad emergente tras la caída del socialismo “real”, a expensas de un capitalismo, también “real”.
La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) tiene dicho que la década de 1980 fue para nuestra región una  “década perdida”. Sin embargo, es oportuno agregar que venimos de tres décadas perdidas. Los ’80 se perdieron en términos económicos, porque los ’70 se habían perdido en términos de democracia política, y a raíz de ello se perdieron los ’90 en términos de brecha social.
En cambio, el presente milenio nos encuentra ante una combinación de legitimidad política y bonanza económica de la cual no se tiene memoria.
Sumado a esto, nuestra región posee los recursos naturales y energéticos que resultan escasos para otras áreas del planeta, recursos como biodiversidad, combustibles tradicionales y alternativos, agua dulce. Y, además, no padecemos conflictos étnicos, religiosos y/o sociales de tal radicalidad que absorban y distraigan el grueso de nuestras energías populares.
De aquí la importancia de que los gobiernos constitucionales del subcontinente hayan encarado con un éxito, al menos ponderable, los retos a la democracia y a la paz en Bolivia, Paraguay, Ecuador, Colombia y Venezuela. Porque en el caso de no sortearlos en términos políticos, es decir, pacíficamente, facilitaría la injerencia militar de potencias extrarregionales. Y eso es lo que algunos factores de poder están buscando, como un renovado instrumento de control y disciplinamiento de sesgo colonial.
A la consigna histórica “dividir para reinar”, América del Sur está respondiendo con unidad y autonomía.
América del Sur afronta una oportunidad inmejorable de ir rompiendo ciertas cadenas históricas de colonialismo, y para ello es necesario contar no sólo con la labor de los parlamentos, sino pensar en el rediseño de todo nuestro sistema institucional. 
Lejos de ser una conclusión cerrada, el debate acerca de los desafíos de la región está abierto. Es importante partir de la base de que provenimos de una sociología muy particular, con una fuerte impronta hispana, pero también indígena, y una marcada influencia de los intereses británicos; y a esa sociología fuertemente impregnada de mestizaje, indigenismo y multiculturalidad, dominada y sojuzgada, se le impuso una religión, se le saquearon grandes riquezas, se le pretendieron arrasar ciudades, costumbres, culturas autóctonas, y se le injertó, hace dos siglos, un sistema de instituciones liberales de origen eurocéntrico y anglosajón.
En nuestros tiempos, los sudamericanos y latinoamericanos estamos notando que en enormes tramos de nuestra historia, esas instituciones liberales intermediaron mucho más a favor de los poderes establecidos que de los sectores populares. Y comenzamos a repensarlas. 
Incluso, en los últimos tiempos, esta interpretación de las instituciones liberales puras también podría resultar válida para algunas sociedades europeas, más desarrolladas, con mayor grado de cohesión social. Casos donde, aún contando con sistemas políticos “estables”, parlamentos activos y partidos consolidados, la mediación institucional no pudo evitar la aplicación de fuertes ajustes sin brindar a los pueblos que los sufren ninguna instancia de consulta, mucho menos de decisión.
En Grecia, ninguna de las personas a quienes acaban de recortarle la jubilación votó eso, ni fue llamada a discutirlo en una mesa democrática. Y en España, hacia donde emigraban un decenio atrás los jóvenes argentinos, hoy rebajan las pensiones y subsidios por nacimiento en nombre del Partido Socialista, mientras el Banco Santander acaba de comprar el paquete accionario del mayor banco de Suecia. Es decir, el ajuste se dirige al pueblo de España, no a sus grandes capitales.
El debate de estos temas no implica en modo alguno cercenar la democracia sino, más bien, potenciarla con una presencia más directa del pueblo en las grandes decisiones. Y transformar a las instituciones políticas en espacios de expresión de la voluntad popular, antes que en guetos de la denominada corporación política, a menudo cooptada por los grandes intereses.
De lo que se trata es de llenar el sistema institucional latinoamericano de contenido social, para evitar esa reiterada tentación por separar la agenda cotidiana del ciudadano común del submundo de prioridades exclusivas de los círculos partidarios.
Necesitamos una comunicación mucho más directa entre la voluntad popular y el sistema institucional. Y para ello estamos en una etapa propicia capaz de sostener la orientación y profundización de los actuales liderazgos de la región, de manera que los avances a que asistimos se consoliden en el tiempo.
La tradición institucional liberal, sustentada por los bienpensantes de siempre, es portadora de otro mito “republicano” y es la alternancia de los gobiernos. “¡Cuidado!”, se alerta por las grandes cadenas de medios, “¡no vayan a quedarse muchos años en el gobierno!”
Así, los que permanecen décadas en la mesa del poder son los jefes de las grandes corporaciones mediáticas, financieras, terratenientes, industriales, religiosas. Lo único que debe rotar en nombre de “las buenas costumbres republicanas” son los dirigentes populares y esto encubre, claramente, la intención de debilitar a la política –entendida como representación de lo público y agente del interés social frente a las corporaciones privadas más poderosas.
Otro punto a tener en cuenta es no permitir que se instale como problema central lo que es una falsa división entre presuntos “institucionalistas prolijos” como podrían ser Lula o Mujica (o Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en su momento), y “populistas anacrónicos” como Chávez y Evo Morales, entre quienes a ciertos intereses conviene incluir también a Kirchner y Correa.
Todos ellos forman parte, aun con sus particularidades y matices, de un campo político contestatario del neoliberalismo.
Para continuar en defensa de la riqueza de este momento sudamericano, tomemos el ejemplo de algunas instituciones impulsadas por la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), como el Banco del Sur, la coordinación de políticas monetarias y cambiarias, la integración energética, el Consejo de Defensa Regional que tiene como principal “hipótesis de conflicto” la preservación de nuestro patrimonio ambiental.
Imaginemos cuál sería la situación actual del subcontinente si nuestras economías hubieran quedado atadas a las economías centrales a través del ALCA, en lugar de habernos negado a su constitución en nombre de una política soberana en la Cumbre hemisférica de Mar del Plata, en noviembre de 2005.
Imaginemos qué hubiera pasado en la Argentina si en lugar de haberse recuperado los recursos previsionales como herramienta de financiación de políticas públicas, ellos permanecieran aún en manos de los grupos financieros internacionales que acaban de desplomarse.
Son estos caminos de autonomía política los que representan un impulso para afrontar con esperanza y con soberanía, los desafíos de la etapa. No ya sólo por los parlamentos, sino básicamente por nuestros pueblos. O, más bien, llenando de pueblo a nuestros parlamentos.